martes, 16 de noviembre de 2010

donde escapan las palabras.

Muero por ti cada noche que no te tengo entre mis sábanas, igual que la primera vez, con la luz de la mañana que aún nos sabía a resaca dibujando elipses sobre tu pecho, las miradas de soslayo acallando todo aquello que tal vez podríamos habernos dicho pero que preferimos ignorar. Tú no lo sabías, yo hubiera querido no saberlo. Así estábamos nosotros. Toda aquella complicidad, el contacto premeditado a la vuelta de la esquina como si no se tratara más que de un juego extrañamente acogedor, dolorosamente frágil. Después se convirtió en una vorágine donde el tiempo le mordisqueaba las orejas a las ganas, donde las palabras no eran más que un inútil amago de necesidad mal disimulada. Pero nos gustaba así. Siempre pensé que eras de los que se pintan garabatos en los brazos porque no tenías cojones de tatuarte nada que durase eternamente, y aquí estás, conmigo cada día, para recordarme que los prejuicios son mi perdición. Conmigo.
Ahora guardo el vacío de tu ausencia cerca del pecho para que no se me escape ni un ápice de ti (incluso cuando me dueles), mientras descuento las horas hasta que volvamos a vernos. A veces es como un nudo en el estómago, y otras se parece más a la incertidumbre de todas las odiseas e ilíadas que cada tarde me convierten en tragedia de héroe que sabe dónde está su casa pero que no vuelve. Y empujo las ganas contra un rincón mientras intento no soltarme de la cola del saber que sigues, que seguirás* ahí (dondequiera que éso sea) cuando llegue mi autobús. De nada sirven las canciones para la distancia si no quiero dejar de echarte de menos, si me acojono ante el vértigo de estar viva cada vez que no duermes conmigo, pero lo intento, de verdad que lo intento: recordar cada segundo que me abrazas y sólo deseo morirme a tu lado para poder seguir así para siempre.
Ya ves, sólo tengo palabras, y a veces incluso hasta ellas me fallan y me encuentro llenando de silencios rojos la habitación, pero tú me comprendes, y sólo sonríes como si quisieras enseñarme de paciencias que ya me sobran. Así que me empeño en que tendría que inundar todo esto de faltas de ortografía para que se parezca remotamente al segundo anterior a haberte querido, pero que nadie entendería esa imperfección, y al fin y al cabo no es más que otra excusa barata. Que después de todo sólo sería como cuando abres los ojos después de un orgasmo y todo está igual,
pero mucho más blanco
y mucho más frío.
Dejando a un lado metáforas y retoricismos paradójicamente empañados de ambigüedades, y rechazando mis tres palabras favoritas, me descubro débil ante tus ojos, íntegra, plena, con las ganas rebosándome en la garganta y estallando en mis retinas.
Porque razones tendremos todos, pero yo muchas más que vosotros.