sábado, 17 de enero de 2009

Trazos de Noviembre.

La literatura fue mi primer gran amor. Noviembre siempre me contaba cuentos antes de dormir. Me arropaba con Maupassant y me besaba con Neruda. Alguna que otra vez intentó que le hiciera un hueco en mi almohada a Dostoyevski, pero después de un par de noches blancas desistió. Yo le decía que la voz del hombre subterráneo me hacía tiritar, y a ella le encantaba, porque se despedía con una sonrisa tierna, de esas que esbozan las madres al ver dormir a sus hijos.
Luego llegaron la música y la fotografía. Time after time sonaba dentro de mi cabeza aunque la radio estuviera apagada. Fuera a donde fuera, allí estaba Noviembre con una canción diferente para mí. Una tarde me llevó a una tienda antigua, llena de polvo y reliquias de otro tiempo. Me dijo que me compraría cualquier cosa que encontrara allí y me enamorara. Yo sabía que necesitaba amar a Kafka, pero ella no estaba tan segura. Recuerdo que alguien cantaba (Nothing but) Flowers. Me trajo un vinilo que miré con recelo durante los siguientes tres meses, convenciéndome de la desazón que sentiría el novelista checo al encontrar abandonada su metamorfosis en aquella trastienda húmeda y oscura. Noviembre se reía cada vez que venía a casa y me preguntaba por una canción que yo me negaba a escuchar. Hasta que una noche (una madrugada, más bien) dejó caer la aguja sobre el primer surco, y yo estuve segura de que moriría de amor. Stairway to Heaven. Sí, creo que en cierto modo Noviembre me suicidó con aquel tema.
Brassaï. Ella siempre lo llamaba el Ángel, a secas. Retrataba la realidad, nuestra realidad, a la luz de las farolas. Que el mundo era muy distinto al caer el sol, entre prostíbulos y esquinas mal iluminadas. Noviembre me enseñó que su ángel no se apropiaba de la noche de París, sino de la noche a secas. Yo rebatía sus teorías sobre la intensidad de Brassaï con la simpleza de Doisneau. Solía escaparme a los pubs que él retrataba, me perdía en el romanticismo de sus besos y en la pillería de sus escolares. Me derretía por sus imágenes de músicos y tiovivos bajo la lluvia. Allí estábamos las dos, atrapadas en un mundo en blanco y negro, crudo e intenso donde los hubiera.
Al final resultó que el cine lo superaba todo. Kubrick, Forman, Lang. Me alimentó con todos los grandes clásicos, y luego me dejó indagar por mi cuenta. Acabé desquiciada por Hitchcock, jurando fidelidad a la ciencia ficción de Welles y devanándome los sesos por encontrar una lógica aplastante en el absoluto caos de Lynch. Noviembre me enseñó a aborrecer los tópicos frívolos como esas promesas de recuperar París al pie de una avioneta, o las líneas de guión cargadas de ácida indiferencia hacia la mujer escarlata. Yo bebía de sus palabras, insaciable. Hasta que Noviembre me arrojó sin miramientos de vuelta a la literatura. Entre acordes destemplados, fotogramas congelados e imágenes veladas, decidí entregarme a las letras como nunca antes lo había hecho. La misma tarde que alcancé esa determinación, regresé a aquella tienda olvidada y rescaté, por apenas un par de libras, La metamorfosis. Guardé el libro bajo la almohada, y allí duerme, cada vez que me tomo un respiro para fumarme un cigarro.



[Pues bésame el alma.]

2 comentarios:

Ecasper dijo...

Me entran ganas de patearme Portobello enterito en busca de algo para ti.
Hay muchos algos para ti allí.

Ecasper dijo...

Por cierto, la de Ovidio?