jueves, 6 de mayo de 2010

Alize.

Allí estaba, apoyada en una esquina. Los brazos cruzados por debajo de sus voluptuosos pechos, que en absoluto pasaban desapercibidos dentro aquel traje a rayas blancas y negras, como de piel de zebra, demasiado corto. Jugueteaba con un caramelo entre sus labios color zereza de manera sugerente, pensando tal vez que necesitaba encenderse un cigarrillo o pincharse una dosis de cualquier mierda de mediana calidad para celebrar que seguía estando viva. Derramado hasta lo más profundo de sus ojos, el zielo sin estrellas de una noche de verano, tan distinto del firmamento de aquel zeniciento infierno en el que se encontraba prisionera. Y en su corazón, el miedo a dejar de ser una mujer gato, a perder su libertad o a ser desterrada a algún zementerio para furcias sin nombre apartado de la luz del sol, herida y abandonada. Pero no, no era un verdadero temor: a ella le habían enseñado a luchar por sus uñas.

Hora zero.
El bullicio, las luces, la ciudad. El sexo, bien o mal pagado.
Alize escupió las últimas zetas sobre la carretera, se atusó la espesa mata de pelo rubio platino y se dispuso a trabajar.

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