jueves, 13 de mayo de 2010

Interludio. [Parte I]

Alguna que otra vez un desconocido en cualquier reunión medianamente formal le había comentado que hablaba de Noviembre como Cortázar lo haría sobre la Maga, y sin llegar a sospechar siquiera, ni remotamente, hasta qué punto eran ciertas sus palabras, ella, antítesis de la inocencia mal fingida retratada en lingua francoargentina, miradas de soslayo apenas acalladas por el vago rumor de la Seine. Antiheroína moderna que precisamente no caminaba para encontrar, sabiendo lo que esquivaba. Sabiendo que lo esquivaba en la misma medida en que su antagónica hacía por tropezar con su Horacio. Se evitaban. Se evitaban. Marchaban en círculos concéntricos cuyo punto de inflexión excedía el límite de lo meramente razonable, titubeando en cada esquina con la angustia estancada en la boca del estómago, no fuera que sucumbieran a encontrarse por casualidad, que ella era proclive a provocarlas inconscientemente, casualidad, casualidad, contacto casual, choque premeditado en las escaleras del metro y vuelta al principio de aquel caótico remolino de ambigüedades al que no terminaban de habituarse. Y las incoherencias, los dedos cruzados detrás de la espalda, los adoquines acortando distancias, y se hacía todo tan pequeño, diminuto, más aún, blando, gris, después explotando en un orgasmo prolongado ahogado contra una vieja almohada de hotel. Esa corporeidad dolorosamente intrínseca, inherente, insolvente, inerte, in in in in in íntegra, y un perfil claramente desdibujado sobre el cristal empañado del baño, aliento o relente, una inicial retorcida, delicadamente trazada en la densa calma del mediodía, resbalando, acuosa, trémula sinfonía y de golpe y de frente, súbito resplandor, escalofrío cíclico. Una estrella. Silencio. Él nunca se quedaba después de hacer el amor.

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